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martes, 19 de agosto de 2014

El sueño

     Voy a contar un sueño real que he tenido hoy mismo.

     Estaba yo dormida en el mismo sillón dónde realmente estaba dormida. De repente llaman a la puerta despertándome de mi sueño, pero no abro la puerta, no me inmuto. Es mi madre la que se acerca y abre sin preguntar, como esperado la visita. 
    Aparecen en mi casa una madre joven seguida de su hijo pequeño. Una madre y un niño a los que yo no he visto en mi vida pero que mi madre trata como si fuesen de la familia o, en su defecto, unos amigos muy cercanos; la mujer trae una bolsa de ropa usada que nos quedamos y agradecemos. De repente el niño, al que veo con toda claridad a pesar de estar en otra habitación empieza a mojar toda la cocina, incluida su madre y mi madre, con una de ésas pistolas de agua que tan solo son un cilindro de goma espuma que se carga y descarga con la misma facilidad. Mi madre, al ver que el niño está poniendo todo perdido de agua ni se inmuta; más bien parece divertirse al ver al niño jugar. 
     Es entonces cuando me levanto de mi sillón y me acerco al pequeño diablillo, cuya pistola es eterna y nunca necesita ser recargada con agua, dispuesta a echarle la bronca. Me agacho hasta su altura y el niño, lejos de amedrentarse, sonríe y me ofrece otra pistola idéntica a la suya que ha aparecido como por arte de magia. Entiendo que quiere comenzar una guerra de agua conmigo y acepto el reto. Empezamos a disparar, mojando toda la cocina y parte de la casa, riendo a carcajadas, como niños; bueno, como niña yo porque mi compañero lo era realmente. 
     Todo eran risas y diversión hasta que en mi último disparo mojo sin querer un castillo medieval que el niño traía con él y en el que no había reparado antes, el castillo, que es de cartón, se deshace por mi culpa y mala puntería bajo la mirada triste del niño. Justo en éste momento la madre aparece en escena, ya que había desaparecido junto a la mía. Coge al niño del brazo y lo arrastra a la calle mientras él no quita ojo a su castillo roto. Sin más salgo corriendo, agarro un castillo de cartón que hay en un rincón de mi casa (igualito que el del niño) y se lo regalo a mi nuevo amigo, que sonríe y me agradece el regalo con una mirada realmente sincera y clara como nunca antes había visto.

     -¿Cómo te llamas amigo?
     -Me llamo Diego, tengo 4 años, dos manos y dos pies.


     Y me desperté. Sin más. Pensando en ésa mirada de niño, una mirada de un sueño que sentí mucho más real y sincera que cualquier mirada que haya visto antes. Me quedé pensando en ése niño, ése Diego, en sus 4 años, sus dos manos y sus dos pies. ¿Qué me quería decir con ésa aclaración tan obvia?


A veces tenemos tanto que aprender de los niños que ya dudo de si realmente yo tengo dos manos. 

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