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miércoles, 23 de abril de 2014

La Niña Que No Sabía Hablar


     Hubo una vez una niña que de pequeña dejó de hablar, no porque se quedara muda, no porque nunca aprendiera. La niña dejó de hablar porque todos a su alrededor gritaban, porque todos lo hacían sin prestar atención a las palabras que salían de su boca. Dejó de hablar porque todos lo hacían pero nadie escuchaba.

     La niña iba creciendo, aprendiendo a hablar pero sin utilizar su voz para nada. Solo contestaba “Sí”, “No”, “No sé”, “Lo que quieras”. Nunca se molestaba en dar explicaciones, nunca preguntaba más allá de lo que necesitaba saber. Ésta niña ocupaba su tiempo y su lugar dentro de una conversación para escuchar, para observar. Conocía cada gesto de cuantos le rodeaban. Sabía, por el tono, el estado de ánimo de cada uno de sus conocidos. Conocía cada matiz en la voz y cada intención en una oración.

     Poco a poco la niña fue haciéndose más introvertida, más solitaria, más silenciosa. Pero aunque nuestra niña no hablara ella necesitaba decir muchas cosas. A menudo necesitaba gritar, insultar. El silencio la había convertido en una bomba de relojería que tenía una cuenta atrás de palabras almacenadas en su cerebro, necesitaba escupir todas esas palabras.

     Así que un día la niña empezó a escribir.

     Sus manos se deslizaban por el papel, su cerebro trabajaba tan deprisa como nunca lo había hecho al hablar. Trabajaba cada frase y cada párrafo como si lo hubiera estado haciendo toda la vida. Era la primera vez que la niña se paraba a escribir y ya era más feliz que con todas las palabras dichas con voz que había pronunciado antes.

     Fue entonces cuando la niña se dio cuenta que la palabra escrita era la mejor forma de comunicarse con el mundo. Que podría escribir a su familia para que se dieran cuenta de que ella no estaba loca, que podría escribir a sus amigos y así ellos descubrir que no había de que preocuparse. Que podría escribir todos sus sentimientos y así no sentirse tonta y estúpida cada vez que su voz temblara, cada vez que sus palabras se esfumaran del cerebro y dejaran a la garganta en evidencia. La niña descubrió que gracias a la escritura ya podría ser feliz. 

     Y así la niña se hizo mujer, escribiendo amor y odio. Escribiendo lágrimas y risas. Escribiendo mentiras para contar verdades. La niña, ahora mujer, había gritado sus sentimientos como nunca antes lo había hecho. No tenía secretos para nadie; pero nadie se fiaba de ella. Creían que las palabras se podían manipular, que las palabras mentían. Creían que ella jugaba con el mundo a su antojo para inventar mentiras de palabras.

     No entendía porque a la gente de su alrededor solo le importaban las palabras si se decían alto y claro, mirándose a los ojos. La gente lo regalaba todo a una mirada pero no contestaba nada a una palabra bonita. “Las palabras se las lleva el viento” decían todos, “Mentira, las palabras siempre estarán grabadas en el recuerdo de lo que prometiste”, escribía ella en alguna vieja libreta.

     Ella solo sabía escribir, y siempre lo hacía desde el corazón. Si algo aprendió en sus días de silencio es que los ojos pueden mentir si se acostumbran a ello, las palabras siempre esconden verdades muy fáciles de desvelar para quien las sabe leer, para quien las sabe escuchar.




     Lee y escribe. Que mirar sabemos todos y mirando solo olvidamos. Escucha y aprende. Que hablar sabemos todos y hablando solo la cagamos. 

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