Hubo una vez una niña que de pequeña dejó de hablar, no porque se
quedara muda, no porque nunca aprendiera. La niña dejó de hablar porque todos a
su alrededor gritaban, porque todos lo hacían sin prestar atención a las
palabras que salían de su boca. Dejó de hablar porque todos lo hacían pero
nadie escuchaba.
La niña iba creciendo, aprendiendo a hablar pero sin utilizar su voz
para nada. Solo contestaba “Sí”, “No”, “No sé”, “Lo que quieras”. Nunca se
molestaba en dar explicaciones, nunca preguntaba más allá de lo que necesitaba
saber. Ésta niña ocupaba su tiempo y su lugar dentro de una conversación para
escuchar, para observar. Conocía cada gesto de cuantos le rodeaban. Sabía, por
el tono, el estado de ánimo de cada uno de sus conocidos. Conocía cada matiz en
la voz y cada intención en una oración.
Poco a poco la niña fue haciéndose
más introvertida, más solitaria, más silenciosa. Pero aunque nuestra niña no
hablara ella necesitaba decir muchas cosas. A menudo necesitaba gritar,
insultar. El silencio la había convertido en una bomba de relojería que tenía
una cuenta atrás de palabras almacenadas en su cerebro, necesitaba escupir
todas esas palabras.
Así que un día la niña empezó a escribir.
Sus manos se deslizaban por el
papel, su cerebro trabajaba tan deprisa como nunca lo había hecho al hablar.
Trabajaba cada frase y cada párrafo como si lo hubiera estado haciendo toda la
vida. Era la primera vez que la niña se paraba a escribir y ya era más feliz
que con todas las palabras dichas con voz que había pronunciado antes.
Fue entonces cuando la niña se dio cuenta que la palabra escrita era la
mejor forma de comunicarse con el mundo. Que podría escribir a su familia para
que se dieran cuenta de que ella no estaba loca, que podría escribir a sus
amigos y así ellos descubrir que no había de que preocuparse. Que podría
escribir todos sus sentimientos y así no sentirse tonta y estúpida cada vez que
su voz temblara, cada vez que sus palabras se esfumaran del cerebro y dejaran a
la garganta en evidencia. La niña descubrió que gracias a la escritura ya
podría ser feliz.
Y así la niña se hizo mujer, escribiendo amor y odio. Escribiendo
lágrimas y risas. Escribiendo mentiras para contar verdades. La niña, ahora
mujer, había gritado sus sentimientos como nunca antes lo había hecho. No tenía
secretos para nadie; pero nadie se fiaba de ella. Creían que las palabras se
podían manipular, que las palabras mentían. Creían que ella jugaba con el mundo
a su antojo para inventar mentiras de palabras.
No entendía porque a la gente de su alrededor solo le importaban las
palabras si se decían alto y claro, mirándose a los ojos. La gente lo regalaba
todo a una mirada pero no contestaba nada a una palabra bonita. “Las palabras
se las lleva el viento” decían todos, “Mentira, las palabras siempre estarán grabadas
en el recuerdo de lo que prometiste”, escribía ella en alguna vieja libreta.
Ella solo sabía escribir, y siempre lo hacía desde el corazón. Si algo aprendió en sus días de silencio es que los ojos
pueden mentir si se acostumbran a ello, las palabras siempre esconden verdades
muy fáciles de desvelar para quien las sabe leer, para quien las sabe escuchar.
Lee y escribe. Que mirar sabemos todos y mirando solo olvidamos. Escucha
y aprende. Que hablar sabemos todos y hablando solo la cagamos.
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